Por Ángel Durán
En el año 2027, México deberá cumplir con una de las reformas judiciales más profundas
de su historia: la entrada en vigor obligatoria del Código Nacional de Procedimientos
Civiles y Familiares.
Esta legislación no solo implica una actualización procesal; representa una transformación
estructural y ética que todos los poderes judiciales del país, incluido el de Colima, están
obligados a asumir.
Su objetivo no es menor: garantizar una justicia moderna, ágil y centrada en la protección
de los derechos de la familia, especialmente de los grupos históricamente vulnerables
como mujeres, niñas, niños y adolescentes.
El artículo 5 del nuevo Código, es contundente.
No deja lugar a interpretaciones laxas: impone la obligación directa a los tribunales de
garantizar la protección efectiva de los derechos de las personas en condición de
vulnerabilidad.
Esta disposición responde a una realidad insostenible: en México, los asuntos familiares
siguen resolviéndose bajo estructuras arcaicas, insensibles y lentas.
La justicia para la familia se ha vuelto, para muchos, un camino de martirio que
revictimiza, posterga y destruye, cuando debería ser el primer refugio institucional frente al
dolor.
Hoy en día, cuando una madre acude al juzgado a solicitar medidas cautelares para
proteger a sus hijos de un padre violento, la lentitud del sistema le da más poder al
agresor.
A pesar de contar con leyes modernas y principios de celeridad procesal, la práctica
judicial sigue arrastrando inercias burocráticas, negligencias sistemáticas y una
desconexión alarmante entre lo que se dicta en el papel y lo que se ejecuta en la vida
real.
Este nuevo código —que ya no es promesa futura, sino obligación inminente— exige que
cada estado de la República comience de inmediato con la reorganización de su sistema
de justicia familiar.
No hay tiempo para discursos, simulaciones o diagnósticos interminables.
Quedan dos años. Y si en ese periodo no se adoptan medidas concretas para modernizar
la justicia familiar, estaremos incumpliendo no solo una norma jurídica, sino un mandato
ético y social que reclama una deuda histórica con quienes más han sufrido los vacíos de
un sistema ineficiente.
Implementar el Código Nacional no se trata solamente de capacitar a jueces o cambiar
formatos procesales.
Es necesario construir una red institucional interoperable, ágil, humana y comprometida
con el interés superior de la niñez, con la equidad de género y con el derecho a una vida
libre de violencia. La justicia familiar no puede seguir siendo la cenicienta del poder
judicial.
La transformación que se avecina es técnica, sí, pero también profundamente política.
Requiere que el Poder Legislativo local genere los instrumentos de apoyo,
presupuestarios y organizativos, para que los tribunales cuenten con personal suficiente,
tecnología útil y mecanismos de respuesta inmediata.
Y exige del Poder Judicial una autocrítica honesta y un compromiso férreo con la dignidad
humana.
No basta con decir que se protege a la familia: hay que demostrarlo con sentencias
inmediatas, medidas preventivas eficaces y procesos donde prime la empatía, no la
formalidad.
De lo contrario, se reproducirá el ciclo de impunidad institucional que tanto daño ha
causado a las mujeres violentadas, a los menores abandonados y a las familias rotas por
la indiferencia judicial.
A dos años del cambio obligatorio, el sistema judicial debe asumir con claridad su papel
como garante de derechos y no como tramitador de expedientes.
De no hacerlo, estaremos traicionando no solo a la ley, sino a las familias mexicanas.
La justicia familiar no puede esperar.
Es momento de construir un tribunal que mire primero a las niñas, los niños y las mujeres
como sujetos de derechos, no como actores secundarios de un drama jurídico.
Que Colima y cada estado de la República se miren al espejo del 2027 y actúen desde
hoy.