AL VUELO

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Carro

Por: Rogelio Guedea

Mi mujer, esta mañana, me ha prácticamente sentado a la mesa para hablarme (o mejor dicho convencerme) de la necesidad de cambiar ya de carro. Me lo ha dicho serena, una vez más, haciéndome ver los inconvenientes de un carro que se nos descompone un día sí y otro también. La he escuchado con serenidad y aplomo, y, la verdad sea dicha, he valorado en toda su dimensión sus argumentos, en la mayoría de los cuales no he tenido más que agachar la cabeza y darle la razón. Al final de su exposición, me hizo levantar la quijada (que tenía sumida en el pecho) y me preguntó que entonces qué respondía a todo lo que acababa de decirme. Titubeé un poco, es verdad, y sentí un sofoco que parecía abrirme las costillas hacia los lados, tal como abrimos las ventanas de doble hoja, y al final no tuve más remedio que confesárselo: estoy demasiado encariñado con el carro, y no puedo, le dije, no podría abandonarlo a su suerte en ese deshuesadero que me había sugerido, pues ninguna agencia o particular me daría ya ni un peso por él. Cuando se lo dije, mi mujer se echó hacia atrás, un poco derrotada, otro poco impotente, mirándome a los ojos más bien con lástima. Intenté explicarle que eran diez años de tenerlo, y además que le acababa de pintar el capacete y poner la bola de arrastre atrás, más el forro de los asientos traseros, pero mi mujer seguía mirándome con lástima, incluso ya con compasión, aun cuando al final le prometí que no se preocupara por el ruidito de la llanta delantera ni por el problema del frenado porque la próxima semana, más tardar, el mecánico me había prometido que lo haría desaparecer. Es simplemente que estoy encariñado, le repetí, de nuevo, al terminar. Fue entonces que mi mujer recogió la mano, que tenía puesta sobre mi antebrazo izquierdo, estiró un poco las comisuras hacia afuera y movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo, en señal de consentimiento. Pasé un largo trago de saliva y giré la vista hacia la ventana, a través de la cual se alcanzaba a mirar el carro. Un rayo de sol le pegaba en el cofre y lo hacía brillar, intensamente. Parecía realmente nuevo.

 

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