AL VUELO

0

Xbox360

Para Bruno

Por Rogelio Guedea

Ayer mi hijo sacó la cabeza de su habitación y, sorpresivamente, me hizo una invitación: ¿quieres jugar? Normalmente mi hijo suele adquirir maestría en tal o cual juego y luego me invita para practicar conmigo sus destrezas. Me agarra, como quien dice, de su puerquito. En cualquier caso, acepté, pues uno vive por y para los hijos. No recuerdo el nombre del juego, sólo que había que construir sitios para dormir, conseguir comida para comer y matar a los animales salvajes que uno se encontrara en el camino, antes de ser devorado por ellos. Sólo se trata de sobrevivir, sentenció mi hijo, englobando en una sola palabra el objetivo del juego. Mi hijo me dio el control, me explicó, velozmente, el uso de cada botón (con éste brincas, con éste avanzas, con este otro giras la cabeza hacia derecha e izquierda, con éste recoges la comida, con éste golpeas, etcétera) y luego me pidió que lo siguiera, esto es, que siguiera a su avatar. Y, eso mismo, fue lo que hice. Pero pasado un tiempo, mi hijo –como era de esperarse- se dio cuenta de que yo ni colectaba los materiales necesarios para construir una casa, ni conseguía la comida que me alimentaría en los próximos días, ni tampoco era capaz de matar a un tigre que, de no ser por él (esto es por el avatar de mi hijo) me habría hecho su dulce cena. Para acabarla, entramos en un lago y como olvidé con cuál botón nadar, empecé a hundirme hasta el fondo de esas turbias aguas. Mi hijo regresó y me rescató, advirtiéndome que prestara más atención, que no olvidará que éste (y me lo señaló con el dedo) era el botón para nadar. Le dije que sí. Pero más adelante me perdí en medio de tal jungla y, de nuevo, tuvo que venir en mi rescate. Como ya los índices de energía los tenía muy bajos, de su gran almacén de comida tuvo a bien darme tres manzanas y dos panes, para que comiera, y como vio que no había colectado ningún material para construir mi casa en esa noche que ya se aproximaba, me dio, generoso, unas cuantas láminas y un par de troncos. Apenas notar que ya se estaba desesperando de más, decidí poner pies en polvorosa. Entonces le dije que ahí dejaba el asunto. No juego más. Yo le iba a decir a mi hijo que esto era justo como en la vida, pero cuando me preparaba a darle un par de ejemplos mi hijo se sonrió con esa sonrisa del que sabe  omnipotente, me dio la espalda y continuó su avanzada.